Hemos insistido recientemente en que se ha producido un tránsito de un bipartidismo imperfecto a una situación más compleja de multipartidismo con serias variaciones en las diferentes instancias territoriales, situación de la que aún no se han extraído transformaciones suficientes en la vida política. Daniel Innerarity recordaba cómo un primer ministro israelí al frente de un gobierno de concentración, Levi Eshkol (1895-1969), defendía la búsqueda incansable de acuerdos: «Se decía de él que era tan partidario del compromiso que, cuando se le preguntaba si quería té o café, contestaba: “mitad y mitad”». No son fáciles de hallar todavía estas actitudes en nuestros políticos, pese a que el nuevo sistema de partidos no nos deja otra salida, al menos, buena.
Sirva como ejemplo el acto de Presupuestos que la Constitución concibió directamente vinculado a ella y teniendo en cuenta sus raíces en la democracia representativa, dibujando una funciónn parlamentaria —la presupuestaria— a caballo de la legislativa y el control. Su despliegue en cada ejercicio debería haber merecido el uso de objetivos con un gran angular, para obtener una visión más amplia y generosa, pero no ha sido así. La estabilidad presupuestaria y la consagración del freno constitucional al endeudamiento, pese a todos los aspectos mejorables que hemos señalado en una monografía, puede que sea uno de los pocos asuntos que deben incluirse en el haber del bipartidismo, aunque fuese una reforma inevitable al haberse producido previamente en la constitución material de la Unión Europea.
En el debe hay muchos más elementos. Los académicos los han identificado bastantes veces sin apenas influjo. Un reciente «Manifiesto» de Catedráticos de Derecho financiero denuncia diversas malas prácticas: la pérdida de centralidad de la Ley de Presupuestos Generales del Estado, la aceptación del voto afirmativo a cambio de concesiones, la asunción resignada de la prórroga presupuestaria como procedimiento ordinario del ordenamiento de gasto, la expansión exorbitante de la potestad reglamentaria en las modificaciones de créditos presupuestarios, el abuso por el Gobierno del decreto-ley para llevar a cabo modificaciones de créditos en los Presupuestos prorrogados, la utilización abusiva de las prerrogativas constitucionales de veto del Gobierno a las iniciativas legislativas de los Grupos parlamentarios, etc. La situación debería revertirse para retornar a una filosofía donde la Ley de Presupuestos sea el leit motiv de la actividad parlamentaria.
En los primeros estudios sobre la función presupuestaria, al poco de aprobarse la Constitución, se indicaba que hubiera sido aconsejable la exigencia de mayoría absoluta para la adopción de acuerdos sobre el Presupuesto, al tratarse de una materia fundamental y servir para controlar la política económica del Gobierno. Sin embargo, PP y PSOE no han solido pactar entre sí ni con los restantes Grupos cuando dispusieron de mayoría, los acuerdos se dieron esencialmente con las fuerzas nacionalistas. La única vez que el Congreso vetó los Presupuestos remitidos por el Gobierno (para 1996), por carecer de apoyos suficientes, la situación sirvió de bien poco, al dictarse un Decreto-ley que se justificaba en la devolución y prórroga en que se incurría. Unas circunstancias contingentes y que por su genérica invocación se rechazaron en la STC 137/2003, aunque sin poner en duda los gastos realizados bajo el amparo de dicha norma.
La institución presupuestaria ha sufrido diversos síntomas de degeneración. Reflexionar sobre los mismos debería servir para evitar que se cayera nuevamente en ellos. Por ejemplo, el continuo desbordamiento de las leyes de Presupuestos desde los primeros años de desarrollo constitucional. Algo que condujo a la pérdida de la generalidad y permanencia propia de las normas con fuerza y valor de Ley. Aunque tarde, el Tribunal Constitucional supo poner freno a esa viciosa práctica de los riders y cavaliers budgétaires, limitando el contenido posible y eventual de las leyes de Presupuestos (STC 76/1992), entre otras razones, por la restricción ilegítima que comportaba de las facultades de examen y enmienda. Sin embargo, el Tribunal claudicó poco después en su función de control de las llamadas “leyes de acompañamiento presupuestario”, que surgieron precisamente como respuesta a su doctrina. Con la STC 136/2011 volvimos a tener servido, por medio de leyes y decretos-leyes heterogéneos, ese edicto del pretor que se renueva cada año.
Con el pluralismo que comporta la actual composición de las Cámaras autonómicas y de las Cortes Generales no parece compatible la utilización abusiva de los decretos-leyes que modifican Presupuestos aprobados. Son de resaltar las SSTC 126/2016,169/2016, y 152/2017, por el contrapeso que el Tribunal efectúa de los excesos en la habilitación de créditos para la adquisición de equipamiento militar, o para el pago al sistema gasista excluyendo el recurso al procedimiento legislativo ordinario o de urgencia.
Tampoco parece que deba entenderse la prórroga presupuestaria como una alternativa de los Gobiernos que se encuentran en una posición comprometida frente a las Cámaras. En un horizonte —lamentablemente lejano— de reforma constitucional, debería quizás sustituirse el actual sistema de prórroga por otro que limite su número y extensión temporal, además de vincular al Gobierno a la debida presentación del proyecto de Presupuestos, si quiere disponer provisionalmente de financiación de las partidas prorrogadas. Ello redundaría en la búsqueda de acuerdos entre las distintas fuerzas políticas.
En los últimos años, hemos asistido asimismo a situaciones inéditas en nuestra tradición democrática como es la aprobación de cinco leyes de Presupuestos en la X Legislatura, mediante el adelantamiento del procedimiento de aprobación de los Presupuestos para 2016. Con ello volvió a quedar de relieve que el “derecho al Presupuesto” del Parlamento constituye una enorme exageración en contextos caracterizados por el ejercicio de la función de gobierno con el respaldo de una mayoría absoluta que relega al ostracismo a las minorías parlamentarias. Un manejo del procedimiento como el que se dio entonces solo sería admisible como resultado del diálogo entre las fuerzas políticas y para dar confianza sobre el estado de nuestra economía y aportar empeños para la recuperación y consolidación de nuestras finanzas públicas. Si, por el contrario, escasean las ideas y lo único que se pretende es imponer un plan financiero que ni siquiera estaba avalado desde instancias comunitarias, el valor de los Presupuestos se reduce a la mera propaganda, y deviene un fraude a las competencias presupuestarias de las Cámaras, agudizando su decadencia hasta situarlas como un mero registro de las decisiones alcanzadas fuera de éllas.
La clausura de la XI Legislatura con la repetición de las elecciones nos ha dejado por ahora solamente una Ley de Presupuestos —para 2017— que se aprobó en junio. Y la tardía presentación del proyecto de Presupuestos para 2018, en el mes de abril, pendiente todavía de aprobación. Parece que desde el Gobierno se pensara que no es posible legislar sin mayoría absoluta con el fin de no tener que negociar con las restantes fuerzas políticas. Es verdad que eso mismo tendría que hacerse desde la oposición —si se quiere que prosperen sus proposiciones—, revelando las dificultades que tiene igualmente tratar de gobernar desde el Parlamento.
En definitiva, la nueva conformación multipartidista del Parlamento subraya la inadecuación del procedimiento presupuestario, compuesto de trámites engorrosos, inútiles y rituales; inservible para que afloren y de discutan políticas públicas alternativas, relegando este aspecto crucial de los Presupuestos, que giran fundamentalmente en el predominio de los gastos de transferencias. El mantenimiento de instrumentos jurídicos pensados en la época del liberalismo económico, como la facultad de veto presupuestario, para limitar el poder del Legislador en materia presupuestaria, merecería ser repensado en un contexto más amplio, impidiendo que se coarten las iniciativas que puedan formularse en los debates de cada año. Se hace urgente primar una visión del procedimiento para la aprobación del Presupuesto capaz de dar cabida a una verdadera discusión de propuestas de políticas alternativas a la del Gobierno. La Cortes deberían estar en condiciones de evaluarlas y saber su grado de aceptación social.